Viaje a Atapuerca de 1º Bachillerato

-“Bueno cariño, te cuelgo, que ahora en que estos zagales acaben de desayunar los llevaré a la siguiente actividad”

Y así empezaba un día más, como otro cualquiera, o al menos para mí. Está claro que para estos chicos del San Alberto, este viaje iba a ser inolvidable, pero yo hacía lo mismo que la semana pasada, que hace dos jueves o que hace tres meses, siempre arriba y abajo con el autobús, de aquí para allá conduciendo este cacharro.

Ojo, no vayáis a pensar que me quejo de lo que hago: todo lo contrario, me encanta mi trabajo. No hay nada que me dé más satisfacción y placer que ir en mi autobús, que ya es como mi segunda casa, y ver la inmensa carretera, que parece no tener fin, delante de mis ojos a través de la enorme cristalera que se levanta entre el horizonte y el asiento del conductor. Sin embargo, también escucho a los adolescente cantar y a los niños gritar que su maestro “se ha cagao en el bote del colacao”, y a veces extraño la sensación de poder viajar sin tener que estar todo el rato concentrado, y pudiendo dormir, charlar y cantar todo lo que quiera sin preocupación alguna.

No obstante, estas melancólicas y profundas reflexiones fueron interrumpidas cuando vi que, al fin, había llegado la hora de dirigirnos a Paleolítico Vivo, nuestra próxima parada, no sin que antes los estudiantes cantasen el cumpleaños feliz a alguno de los tres profesores que les acompañaban.
Una vez más, me subí a la máquina que conocía y controlaba como la palma de mi mano y puse rumbo a nuestro destino. He de admitir que, al principio, no me pareció encantador en absoluto: llegamos a un pueblo que era la viva imagen de la expresión “España profunda”. Los chiquillos tampoco parecían muy interesados, aunque una caminata marcha atrás hasta una ermita hizo que olvidaran el deprimente escenario que se erguía ante ellos.

Mientras acaban su curioso paseo, yo me dispuse a volver al autobús mientras realizaban la actividad que tenían programada, como es habitual en todos los conductores, cuando de repente escuché una voz que me decía:
– “Oscar, si quieres, quédate al paseo en coche

Rápidamente accedí, aunque no excesivamente rápido, que se notase que me apetecía, pero que no sonase ansioso, que no pensasen que iba por quedar bien, pero que no se sintieran abrumados por mi entusiasmo.

Me vino un humo negro. ¿Hay un incendio? Ah, no, es el combustible del coche de safari. Espera, ¿el coche de safari? Esta preciosidad mide por lo menos cuatro metros. ¡El coche de safari! No me lo podía creer: no solo iba a participar en una actividad, sino que iba a participar en la que, sin duda, era la mejor actividad. Bueno, o al menos eso deduje por las expresiones de los estudiantes, porque Sierra de Luna sí que se la sabían entera, pero no sé yo si de la Sierra de Atapuerca se habían enterado mucho.

Llegó la hora del “safari”, por así decirlo, y lo cierto es que me lo pasé en grande. ¡Menudo reportaje de fotos hice! Al principio, vimos una especie salvaje de caballo, caballo Przewalski creo, siendo honesto, no estuve muy atento a las explicaciones de la guía. ¡Cómo iba a prestar atención a lo que entraba por mis oídos con semejante imagen que mis ojos contemplaban! Más adelante vimos unos uros, y nos dejaron lo mejor para el final: los bisontes europeos. Qué bestias. Qué majestuosidad. Qué respeto imponían. Nos contaron cantidad de cosas interesantes acerca de estos herbívoros, como que eran una especie que, a pesar de que abundaban durante el Paleolítico, actualmente estaba muy amenazada, por lo que debían ser mantenidos en espacios de reserva o protección como éste. A decir verdad, a alguno le provocaron algo más que respeto, e incluso yo pasé algo de miedo cuando intentaba hacer una foto y uno de ellos me plantó su gigantesca cabeza al lado de mi diminuto cráneo, y he de admitir que en ese momento me pegué tal susto que hice caso omiso de la indicación de no hacer movimientos bruscos. Al menos, teníamos un coche alto, y tuvimos suerte de que era capaz de subir las cuestas bien, casi tan bien como mi querido autobús.

Muy a mi pesar, y al de todos, el safari llegó a su fin y una vez más puse rumbo a la granja-escuela que había sido nuestro hogar durante las últimas 72 horas. Una vez más, era yo el que estaba al frente del volante. Una vez más, yo era el conductor que marcaba el rumbo, y volvía a no poder distraerme acariciando caballos o sacando fotos. Pero prefiero quedarme con la visión positiva, con la experiencia. Yo soy conductor, y orgulloso. Siempre lo he sido, y siempre lo seré. Sin embargo, hoy he cambiado drásticamente de papeles durante una hora y media, y a pesar de que el safari ha sido memorable, lo que sin duda voy a recordar es que dejé de ser conductor, y me convertí en un pasajero más.

Relato de: Irene Díaz Finestra